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sábado, 24 de octubre de 2009

Humahuaca. Jujuy -Argentina-

Se escabullía, se filtraba, la luz de la mañana acariciaba calidamente la carpa iglú, descubriendo a su paso las pocas pertenencias con las que me encontraba. Al comienzo rozó mi mochila, luego transitó por el montículo de ropa que dejé tirado a un costado, finalmente acarició mi saco de dormir hasta llegar a mis labios, mis ojos y mi frente.
Otro día, otra historia, otros sueños, a esto me había comprometido la tarde del 8 de enero cuando le di un abrazo a mi madre y cerré la puerta de mi casa con nostalgia, pero también con júbilo, sin saber muy bien que me deparaba la suerte en este largo viaje en donde recorrería casi 2500 kilómetros desde mi ciudad natal, la ciudad de La Plata, Argentina hasta las puertas del imperio inca, una isla salpicada de encanto y de magia aún conservadas entre las claras y frías aguas del Lago Titicaca, la Isla del Sol en la República de Bolivia.
Hoy era otro amanecer, donde grabaría en la retina de mis ojos y narraría en los escritos de mi corazón esas pequeñas historias que iba cruzando en el camino. Historias como la de “el tucu”, un joven estudiante de antropología oriundo de la ciudad de Tucumán con unos años más que yo y también mucho más tiempo de trayectoria como mochilero que quien narra estas líneas; o como la de esa pequeña niña que crucé en Purmamarca acompañada por una pequeña cabra, pedía monedas a cambio de que se tomaran fotos con ella; o quizás como la de los “diablitos” tilcareños que con la gracia de sus bailes y el fervor de su festejo acompañado de vino, chicha y cerveza alegraba esas noches de carnaval.
En este pequeño todo que somos todos, nuestros caminos se fueron enlazando armoniosamente para guardar una belleza, imperceptible al ojo humano, pero que se puede dibujar en una sonrisa anecdótica que repasa aquellos momentos tan irreales y tan claros al mismo tiempo que, como en un sueño, se desdibuja en el polvo de aquellos caminos de tierra.
Humahuaca era mi nueva parada, aquel distante punto produjo en mí sensaciones de pequeñez, de una pequeñez incomparable al observar pasivamente como los cerros que se vestían de colores tierras y cafés por la sequedad del ambiente, eran grotescamente más grandes que la misma localidad, que quedaba encajonada entre aquellas perdidas latitudes.
Las calles laberínticas de piedra y adobe que atravesaban al pueblo se llenaban de clamor al oír un charango o un bombo que sonaban interviniendo en ellas la sangre omaguaca orgullosa de ser, orgullosa de seguir, sabiendo que no murió, que la voz nativa indomable se sigue oyendo solo silenciada por el mismo viento de la puna argentina.
Yo solo fui un mero ente, sin saber muy bien que rol cumplía. ¿Por qué había decidido frenar ahí? ¿Qué me llevó a llegar a aquella remota tierra? Pues aun hoy no sabría que responder.
No me quedé demasiado tiempo, tal vez ni siquiera alcancé a degustar gran parte del lugar, y seguramente la perdí cuando cerré los ojos y solo me dirigí hacia el camino, pero por este instante fuiste mía Humahuaca. Y cada vez que hable de ti surgirás nuevamente, porque tu espíritu nace y muere en cada suspiro mío.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola locura!!! Como estas¿? Yo tambien estube mirando tu blog y me parecio muy buena onda, me lo paso Luquitas, el rasta. Lo conoci en mi ultimo viaje de mochila, en donde tambien visite La Plata.
Tambien soy mienbro de autostop pero no pude ir a las ultimas reuniones por laburo.... Estoy juntando guita a morir para abril del año que viene.
Suerte en Colombia...y cualquier cosa avisame que tengo un par de contactos por alla!!!!